Buenos Aires / Argentina |
Ad maiorem gloriam. Arquitectura y política / Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste |
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De ningún otro modo más contundente que mediante la arquitectura se simboliza la fuerza del poder y la esencia de cualquier ideología. Como Georges Bataille afirmase, el retrato psicológico de una ideología se transfigura tanto en los edificios como en las fisonomías de los individuos que la representan. La concepción de formas de urbanismo, de templos para las escenificaciones de los rituales políticos y la congregación colectiva son la primera urgencia para cualquier nuevo régimen, sea plenamente democrático o se funde en un autoritarismo opresor: crear símbolos que connoten la presencia de la autoridad y que estructuren la imposición del poder político regente, sea mediante discretos edificios cívicos o mediante desaforados monumentos. Es preciso entender todo edificio político como canalizador. Bataille atribuía esta función a los grandes edificios representando a la Iglesia o al Estado, pero su definición de éstos como medios a través de los que oponer la 'lógica y majestad de la autoridad contra todos los elementos discordantes', inspirando 'prudencia social y a menudo incluso auténtico temor' es aplicable a todas las expresiones de arquitecturas del poder. Las arquitecturas del poder son necesariamente siempre idealistas – aunque la Historia juzgue luego el valor o la sensatez de esos ideales-. Literal y metafóricamente, constituyen los cimientos mediante los que una ideología se materializa y se aferra al suelo y a la psique, buscando magnificar y trascender al presente de los jerarcas en cuyas figuras se sostiene el poder en un momento dado, estableciendo un principio que formula que a mayor grandilocuencia, mayor voluntad y capacidad de apelar a lo más profundo de la dimensión emotiva e irracional de los individuos y la sociedad inmunizándose contra la acción crítica del raciocinio y disuadiendo, con su monumentalidad, de cualquier reacción agresiva contra su hegemonía. La respuesta a si es posible liberar a la arquitectura de la ideología de la cual ha surgido o a la cual ha servido no es nunca simple. Sin negar el juicio a los delitos o virtudes de un régimen, sería absolutamente absurdo abjurar de la trascendencia crucial que la vanitas megalómana de estadistas, emperadores y caudillos ha tenido para el desarrollo de la arquitectura y la realización de edificios magníficos y sublimes al llevar al extremo el potencial creativo y tecnológico de su tiempo como un modo de concretar obras simbolizadoras de poder. Los arquitectos han podido así también saciar sus no inocentes ambiciones económicas y personales, renegando del posicionamiento ideológico e interesándoles en escasa medida los motivos políticos a los que servían sus obras, haciéndose así sirvientes del poder por su propio egocentrismo. Y tampoco se debe perder de vista que ideales revolucionarios instigaron visiones, como los de la arquitectura de la vanguardia soviética, que han persistido y trascendido más allá de la dimensión política que les dio fuerza y razón de ser. Pero iniciado el siglo XXI, cuando la entronización de un individuo envuelto en armiño y tocado con una aparatosa corona en un remoto lugar en el orbe aparece como un hilarante anacronismo, comprobar que sigue existiendo arquitectura que se constituye como símbolo hegemónico al estilo en que podíamos creer agotadas y aberrantes esas fórmulas de manejo de poder incita a una reflexión en la que sí debemos comprometer a los arquitectos involucrados. Obras que retoman las esencias míticas de pirámides, zigurats producidos con alta tecnología se levantan para continuar imponiendo sentimientos de admiración, estupor y veneración frente al poder. Pero si podíamos interpretar aquellas pretéritas como elementos cuya finalidad fundamental era la de contribuir a la escenificación y afianzamiento de un poder, en la actualidad la actitud de los arquitectos (occidentales) que reciben el encargo de construir esos monumentos plantea la total inexistencia de una capacidad crítica o posicionamiento ético que formule reflexiones acerca de la idea de poder. Como evidencian los dibujos satíricos de Hans Stephan, uno de los arquitectos que trabajaron con Alfred Speer burlándose de las visiones místico-urbanas de Hitler, el arquitecto no ha sido necesariamente un servidor dócil, pero hoy incapaces de reprimir la vanitas con las que su alzamiento como nuevas figuras de poder global les ha saturado, llevan a cabo la construcción de delirios faraónicos bajo hipócritas interpretaciones -delatando su total descreimiento en cualquier ideal o ideología que no sean los beneficios que reporta su codiciosa omnipresencia espectacular- cuya esencial carencia de significado y valor arquitectónico los flexibiliza mercernariamente, imbuyéndolos de significados polivalentes, abiertos a cualquier interpretación y consecuentemente a tener validez útil para cualquier ideología. El descreimiento absoluto en la idea de poder del que estos edificios hablan no es sin embargo reflejo de inteligencia o capacidad crítica por parte de sus autores, sino otra de las comodidades con las que ocultan la incapacidad combativa y la frívola pasividad a la que ha la vacuidad de su pensamiento les ha abocado. Se hace indispensable torcer esta dinámica, aunque resulta evidente que estamos muy lejos de que esta transformación pueda suceder inmediatamente. Poniendo los ojos en Pekín asistimos a la confirmación de que los arquitectos gustan aliarse al poder para transformarse en y actuar ellos mismos como dictadores, trabajen en sistemas totalitarios o en otros correctamente democráticos.
Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste Publicado en ABCD las Artes y las Letras - Número 863
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